Son la pesadilla de Darwin y el mejor sueño del Gran Hermano, la anti-evolución perfecta del homo sapiens que nunca quiso tener hijos. Aquellos que hacen vida social virtualmente y no en la calle, y si la hacen, necesitan contarlo. Pioneros del streaming de sus carretes, transmitiendo vía twitter quién se curó, quién se comió a quién y cuantas promos de Bacardi compraron.
Estamos inmersos en una generación con filtros de foto. Todo se reduce a un advertisement constante de «qué como», «con quién como» y «dónde como», sabemos hasta donde viven gracias a la magia del «check in». Son los deportistas que publican los kilómetros que corren, las deportistas de de gimnasio que se ejercitan con “selfies”.
Es la generación de la autocomplacencia, de la autovalidación, que busca posicionarse en esta nueva aldea global mediante una vida de márketing, mostrándose progresistas, sibaritas, defendiendo posturas políticas tras la pantalla y no en la calle. Son los hijos de Instagram, mini celebridades en una mini escala propia
Son los que prefieren hablar de como se matan a pajas en los comentarios de Jaidefinichon antes de tratar de conquistar a la chica que les gusta. Los eternos friendzonizados. Son los hombres que usan ropa una talla más grande y las mujeres que ponen sus tetas como avatares para esconder su obesidad. Son los que cuentan sus desventuras en Facebook sin que nadie les pregunte, buscando soluciones a base de likes y palabras ajenas.
Son la maldita generación Meme, la que se calienta con las 50 sombras de Grey y el último Call of Duty. Los hijos pródigos del exceso de información y la mala educación. Los que dejaron su vida de lado para vivir por las redes sociales. Ciudadanos orgullosos de la aceleración cultural y temerosos, curiosamente, de quedarse sin batería.