Ahora que se cumplen 40 años del golpe de estado, también está de aniversario el mayor montaje de la historia chilena: el Plan Zeta. De manera resumida y sencilla se trataba de un plan entre el Mir, el ala dura del PS, Salvador Allende y el servicio secreto cubano para dar un autogolpe el 19 de septiembre de 1973. Ese día unos 10 mil miristas más otros 10 mil agentes extranjeros fundamentalmente cubanos (el número siempre fue impreciso, se habló de 20 mil, 30 mil, 40 mil…), sorprenderían a las Fuerzas Armadas chilenas minutos antes de desfilar en el Parque O’Higgins, y las ametrallarían sin piedad.
A esa misma hora Salvador Allende estaría dando un almuerzo a los comandantes en jefes. En un momento el Presidente abandonaría el comedor de su casa en Tomás Moro, señal para que un grupo del GAP irrumpiera en el lugar y asesinara a sangre fría a los generales, militares y brigadieres. En las horas siguientes grupos armados recorrerían el barrio alto asesinando familias “burguesas”, empresarios, líderes opositores, deportistas, cantantes… El Plan Zeta tenía por objetivo instaurar una dictadura comunista y sus maquinadores estimaban las bajas entre 100 mil y 500 mil capitalistas, explotadores y momios. El Congreso Nacional sería reemplazado por un soviet supremo que funcionaría en el edificio Diego Portales. Incluso los periodistas más fanáticos del régimen militar comentaron que el plan contemplaba reemplazar la bandera chilena por una nueva de color rojo con una estrella negra.
¿Una mala novela de Tom Clancy? ¿Un libreto de pacotilla rechazado en la portería de la Paramount? ¿Una conversación de curados? No. Esta historia chiflada y ridícula, con matices, adiciones y omisiones, fue presentada durante los 17 años de la dictadura de Augusto Pinochet como el principal argumento para dar el golpe de Estado y luego exterminar a los opositores. Así, tal como la describí en el primer párrafo, sin agregarle ni quitarle nada, fue expuesta en los medios de comunicación, replicada en libros, entrevistas, documentales e incluso en textos de historia escritos en los años posteriores al golpe. Los conocidos periodistas Hernán Millas y Emilio Filippi se tragaron el sapo y pusieron un capítulo sobre el Plan Zeta en su libro “UP Anatomía de un fracaso”.
Las pruebas presentadas para justificar la existencia de ese maquiavélico y desmesurado plan eran sorprendentes por lo pobres, dispersas y mal elaboradas. Un pegoteo de textos sin orden general, donde había algunos instructivos de autodefensa del PS, unas cuantas fotos de armamento y documentos inconexos, que fue llamado “El libro blanco del cambio de gobierno de Chile”. La obra, escrita por el historiador Gonzalo Vial Correa y supervisada por el almirante Patricio Carvajal, era una sucesión de vaguedades donde no se especificaba nada, ni se daban fechas, ni quiénes eran los cerebros, ni los coordinadores, y así un sinfín de cabos sueltos. Vial fue premiado posteriormente con el Ministerio de Educación y hasta el día de su muerte, el 2009, insistió que el Plan Z era verdad.
Cualquier análisis mínimo desmontaba el tinglado. Si había 10 mil guerrilleros cubanos, ¿cómo el 12 de septiembre no quedaba ninguno? ¿Dónde quedaron los 20 mil fusiles AK 47 que se necesitaban? ¿Dónde funcionaría el centro de comandos? ¿Dónde los campamentos guerrilleros?
Como era normal entonces, nadie hizo estas preguntas básicas. La zalagarda del Plan Zeta vivió por mucho tiempo. Incluso se consideraba de “buen tono” en los sectores acomodados señalar que “Toda mi familia figuraba en el Plan Z. Yo, la gorda, los niños, todos…”. Recuerdo todavía en 1987 alguna ingenua y adolescente amiga que defendía a Pinochet con el argumento de que su papá era uno de los condenados por el dichoso plan…
Más allá de la anécdota que significaba sacarle lustre aristocrático a la condición de supuesta víctima del plan, muchos de los detenidos posteriormente al golpe de Estado fueron salvajemente torturados por no revelar a sus captores detalles del Plan Zeta. Los mandos medios y bajos, que se ensuciaron las manos con sangre mientras llegaban las órdenes desde arriba, no fueron informados de la falsedad del asunto, y como buenos patriotas de la picana y la violación, salieron a la caza de información para evitar que los sucios comunistas cambiaran la bandera chilena por un trapo rojo. Testimonios sobran de esto en Tres y Cuatro Álamos, Villa Grimaldi y otros centros de detención. Hombres y mujeres torturados hasta la muerte por negarse a hablar del Plan Zeta del cual nada sabían.
Con el tiempo los propios involucrados fueron develando la verdad. Entre los más importantes está el primer secretario de la junta, Federico Willoughby, quien fue el encargado de presentar a la prensa la existencia del Plan Zeta y más tarde revelaría su falsedad completa en varios medios (The Clinic, Informe Especial). Incluso señaló que ya en octubre de 1973 sabía que los documentos presentados en el dichoso Libro Blanco “carecían de todo valor”.
Más importante es el testimonio es el del ex comandante en jefe de la Aviación y miembro de la primera junta del gobierno militar, Gustavo Leigh Guzmán, quien en una entrevista concedida a Alfredo Lamadrid en el programa «Humanamente Hablando» emitido por Mega el 2001, señaló de manera clara: “El Plan Zeta nunca existió”.
La historia, que hasta esta altura suena como otro delirio más de la dictadura, no debe ser olvidada. Se inventó un plan para justificar un golpe de Estado, el exterminio sistemático de chilenos y el intento de perpetuación en el poder. Seguro que con el cuadragésimo aniversario del 11 de septiembre de 1973 no faltarán los pajarracos que volverán a cacarear la existencia del supuesto plan y agregarán que “toda mi familia figuraba en la lista de víctimas”. Tampoco faltarán las cartas al director (Hermógenes Pérez de Arce, Gonzalo Rojas y Alfonso Márquez de la Plata deben estar afilando la pluma) y los medios que intenten, de cualquier forma, justificar o darle un tamiz de verdad al peor y más grosero montaje de toda nuestra historia (supera incluso a la Guerra de don Ladislao en 1920)
Lo cierto es que sí hubo un plan, sin letra precisa, sin publicidad, sin libro blanco. No era de buen tono estar en la lista de víctimas y su objetivo en su gran mayoría eran obreros y estudiantes de sectores populares. Se ejecutó de manera implacable y hasta hoy hay cientos chilenos desaparecidos en piques mineros, cementerios clandestinos, bajo calaminas en el desierto o amarrados a rieles en el fondo del mar. Del Plan Z sabemos que todo es mentira, del plan sin nombre nunca sabremos toda la verdad.