La interrupción voluntaria de un embarazo no deseado ha sido una realidad cotidiana, a la luz o en la oscuridad, en todas las sociedades históricamente conocidas. Sus técnicas aparecen en el Papiro de Ebers y se encontraron instrumentos para su práctica en Persia, India o en las sociedades precolombinas. En Egipto no estaba penalizado el aborto, sí el infanticidio, por la alta mortalidad infantil e incluso en la antigua Grecia Aristóteles lo aceptaba cuando “era excesivo el número de ciudadanos y teniendo en cuenta el alma del nuevo ser”.
En el Imperio Romano también existió…y en eso llegó el cristianismo e hicieron suyas las teorías del embrión y el alma, eso sí, el hombre la adquiría a los 40 días de la concepción y la mujer a los 90 días. Empezó así el cuento que desde el encuentro entre células quedaba patente la diferencia por razón de sexo.
Después vendría, persiste hoy de alguna u otra manera, a justificar otras diferencias y el ser de gran utilidad y funcionalidad al modo de producción capitalista, contribuyó a su aceptación y difusión. Para aquel entonces, en la época de la acumulación originaria, las bases materiales y teóricas para la desposesión a las mujeres del control de sus cuerpos estaban establecidas y, permitió, junto con otros mecanismos de desposesión, colonización, tener la suficiente mano de obra para el trabajo en las factorías.
Desde entonces, incluso en ámbitos científicos, la cuestión quedó centrada en el momento de la fecundación. Invisibilizado el aparato de reproducción femenino y el cuerpo de la mujer dentro del que se da y separada esa fecundación del resto de procesos necesarios que tienen que suceder para que se genere un feto; como si la colaboración del cuerpo femenino fuera indiferente y ese cigoto pudiera existir fuera del cuerpo que lo contiene.
Hasta hoy, el camino para la negación al derecho a decidir se traza claramente y cumple una función. Efectuada esa separación, enredada y confundida con cuestiones religiosas y morales, el aborto no es una decisión autónoma de mujeres dueñas de su cuerpo, sino cuestión de estado, que se ha legislado según las necesidades de mano de obra.
El aborto ha sido y sigue siendo, una realidad en nuestro tiempo, ya que ningún método anticonceptivo es absolutamente infalible. Según datos de la OMS, se practican en el mundo más de 50 millones de abortos, la mayoría en condiciones inseguras. Sin embargo, existen recursos médicos adecuados, los que junto al buen desempeño de los servicios de planificación familiar pueden reducir enormemente las gestaciones no programadas y las muertes maternas.
Pero ese no parece ser el camino, ni siquiera hoy cuando tienen excedente de mano de obra. No lo hacen porque no es funcional a las necesidades del sistema en cuanto a la reproducción biológica de la fuerza de trabajo. De modo que el capitalismo, además de apropiarse de ingentes cantidades de trabajo no asalariado, invisibiliza y devalúa aún más a quienes lo prestan. Cuando le añade la restricción del derecho al aborto, profundiza el control sobre los cuerpos de las mujeres, logrando así un excelente mecanismo de control social y de disciplinamiento de la fuerza de trabajo a través de su eslabón más débil.