Por gentileza del monopolio ideológico de los medios de comunicación en Chile, siempre se ha tratado de silenciar y esconder la oscura historia de la dictadura de Pinochet. Mientras tanto, no fueron pocos los medios extranjeros que, además de cubrir la Copa América, se dieron un espacio para mostrar el «poco honorable» legado del Estado Nacional como cárcel y centro de tortura. Por ejemplo, un emotivo artículo de El País señaló al respecto:
En un fondo del Estadio Nacional de Chile, donde este jueves se inaugura la Copa América, hay un sector de gradas de madera, no de plástico, que tampoco está flanqueado por una valla publicitaria, sino por unas rejas. Escrito en la parte superior está la frase “Un pueblo sin memoria es un país sin futuro”, lema que una corporación de expresos políticos de la dictadura militar ha escogido para convertir ese sector del Coliseo en un museo permanente del horror. Allí vivieron 20.000 personas un improvisado campo de concentración durante dos meses: entre el 12 de septiembre de 1973 —un día después del golpe de Estado encabezado por Augusto Pinochet— y mediados de noviembre.
El proyecto Estadio Nacional-Memoria Nacional ha elegido para su propósito la escotilla o vomitorio número 8, la predilecta de los presos, porque desde allí podían ver (o creían ver) a los familiares desesperados que se agolpaban en el exterior para hacer o recibir señas. “Los presos se quitaban una prenda reconocible y la levantaban en brazos para que sus seres más queridos estuviesen tranquilos después de días buscándoles”, explica a este diario la presidenta del colectivo, Wally Kunstmann, que también probaría el espanto de las cárceles, los golpes y la desesperanza cuando una de las personas “de izquierda” a las que había protegido en casa de sus padres, “superado por unas torturas que debieron de ser horribles”, delató su nombre a los carabineros.
Aunque las paredes de la escotilla han sido pintadas por lo menos cuatro veces desde entonces, todavía puede percibirse el relieve de las iniciales y los palitos con los que los prisioneros (usando clavos o llaves) señalizaban cuántos días llevaban allí para no perder la noción del tiempo. “Aquí no torturaban”, relata Kunstmann en este espacio impactante, cuyas paredes repintadas muestran fotos de supervivientes, muertos y torturados que colocan el fútbol en segundo plano y roban todo el protagonismo a las acróbatas que, ajenos al drama, ensayan sus coreografías para la ceremonia de inauguración.
“Las peores torturas se hacían en el Velódromo. Llamaban a la gente, uno por uno, desde aquellos altavoces y se los llevaban por la puerta del Maratón. Volvían rotos, cansados, o no volvían… A algunos los tiraban en el río Mapocho, o en los canales de riego. Un compañero nuestro despertó a los tres días rodeado de cadáveres”.
Manuel Méndez tiene 67 años y pasó 50 días recluido en uno de los vestuarios contiguos a la escotilla 8, donde 300 personas convivían en un espacio inverosímil. “¿Ve usted esa estantería? Aunque le parezca mentira, algunos se las arreglaban para dormir ahí; les hacíamos barreras con los cinturones para que no se cayeran al suelo”. Manuel afirma que “en cualquier otro país este estadio sería un museo… Pero no tenemos otro”. Rememora que aquellos días fríos de septiembre “con unas corrientes horribles de aire” las gradas lucían “llenas, como si hubiese un partido” y que “te pegaban siempre, por cualquier cosa: cada vez que se abría la puerta, algo espantoso podía ocurrir”.
El uso del coliseo deportivo como campo de concentración terminó en noviembre porque debía disputarse el partido de repesca al Mundial de 1974 contra la Unión Soviética, que se negó a viajar y disputar el partido por cuestiones políticas. Los jugadores chilenos, sin rival, sacaron de centro y metieron un gol. Chile jugó ese Mundial. “Pero los jugadores no tenían la culpa, a nosotros nos encanta el fútbol”, dice Kunstmann, que, eso sí, menciona a Carlos Humberto Caszely, el único jugador que se negó a estrechar la mano de Pinochet cuando despidió a la selección antes de viajar a Alemania.
Como en otros testimonios similares, también en esas condiciones miserables floreció lo mejor de la condición humana. Manuel Méndez cumplió en ese vestuario inhóspito 25 años. “Todos los 9 de octubre, aunque mis queridos nietos me cocinen tortas, me emociono al recordar el regalo que me hicieron mis compañeros: dos hallullas [panecillos con mucha miga] con un fósforo encendido encima. ¿Usted sabe el sacrificio que era eso en aquellos momentos? Era pan robado, con mucho riesgo… Nos los repartíamos religiosamente, estaba prohibido comer antes de que todos tuvieran su pedazo. Tengo el sabor de esas migas en mi cerebro. No sé si probaré algo más rico antes de morir”.