Hace más de 200 años, una antigua colonia inglesa aprobó su declaración de independencia. Este documento reivindicó que todos los hombres fueron creados iguales, lo que supuso aceptar la igualdad como principio político válido. A pesar de que resulte indiscutible la importancia simbólica que tuvo este hecho, es innegable que no ha terminado con la desigualdad. Ahora bien, antes de continuar, convendría abordar un interrogante crucial: ¿qué es la igualdad? Ésta se define normalmente como “tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales”. Aunque, si buscáramos entenderla desde un punto de vista más moral, resultaría muy enriquecedor examinar la visión de Rousseau, expuesta en su Contrato social, acerca de que ningún ciudadano debería ser tan rico como para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre como para tener que venderse.
Sin embargo, la realidad es totalmente ajena a aquel anhelo del filósofo ginebrino. Es más, la desigualdad es una rémora que ha acompañado, casi desde sus inicios, al ser humano. Tanto es así que, desde el momento en el que fue posible acumular bienes, la distribución de los mismos fue llevada a cabo de manera muy distinta entre las diferentes personas. Este elemento, entre otros, invita a plantear la relación entre la propiedad y la desigualdad. Al respecto, hay reflexiones muy interesantes, como la que hace Tomás Moro, en su gran obra Utopía, cuando señalaba que mientras unos papeles aseguren la propiedad de algo, de poco serviría la abundancia de los bienes para terminar con la pobreza.
En cualquier caso, la propiedad tuvo un origen, y es importante identificar históricamente ese momento. Puesto que, cabe destacar que al principio solo existía lo que se consideraba como una mera apropiación; que el liberalismo, tiempo después, bautizó como “apropiación original”. Pero, a través de una triada en la que se entremezclaron intereses, poder y Derecho, esta situación logró normalizarse y verse como una propiedad legítima a los ojos de todos. No obstante, este proceso ha desencadenado una serie de inercias que hacen que la desigualdad se acreciente con el paso de los años. En este sentido, la primera de ellas es la relativa al comercio, ya que cuantas más propiedades se tenga, mayor será la producción y, por tanto, se generarán más excedentes con los que comerciar. Por consiguiente, se podrá rentabilizar mejor esas propiedades y reinvertir más recursos en perpetuar ese patrimonio personal o familiar.
Al mismo tiempo, hay otro aspecto que agrava esta situación, y que fue descrito con sumo acierto por Guillermo Budé. Este humanista francés sintetizó este inconveniente, al observar que cuando las leyes establecen que un hombre tiene tanto más crédito y autoridad cuanto más patrimonio ha acumulado, su heredero gozará de los mismos favores. Esa situación, según Budé, implica que la acumulación crezca más a medida que los hijos, nietos, etc. hacen suyo el patrimonio de sus mayores. Evidentemente, aquí se estaba señalando la cuestión de la herencia. Y es que, en realidad, si dotamos de un protagonismo casi absoluto a este derecho, estaremos condenando a la riqueza (que es finita) a vagar por las mismas manos durante siglos, con lo que la desigualdad no cesa.
En vez de eso, las distintas unidades políticas fueron creciendo y evolucionando en consonancia con estos hechos. Asimismo, han ido adaptando su ordenamiento jurídico, sus recursos y funciones a este estricto modelo basado en la propiedad privada. Sin embargo, ¿no sería posible aliviar estos terribles resultados si, por ejemplo, se reconsiderase la manera en la que se adquiere la propiedad de las cosas? Sería bueno abordar ciertas reformas, ya no solamente por justicia, sino por otros muchos motivos. Puesto que, mientras se sacralice la propiedad privada y solo se venere al dinero, los rasgos plutocráticos de nuestros regímenes predominarán sobre los democráticos.