Con todas nuestras alardeadas reformas, nuestros grandes cambios sociales y nuestros descubrimientos trascendentales, los seres humanos continúan siendo enviados a unos lugares peores que el infierno, en donde son ultrajados, degradados y torturados, ya que la sociedad debe ser “protegida” de los fantasmas que ella misma ha creado.
La prisión, ¿una protección social?, ¿Qué mente monstruosa concibió tal idea? Es como decir que la salud se promueve mediante una epidemia. La sociedad continúa perpetuando ese aire ponzoñoso, no percatándose que de ahí sólo saldrá más veneno. Actualmente gastamos millones para mantener las instituciones penitenciarias, y esto en un país democrático. Tales desembolsos inauditos con el objetivo de mantener un vasto ejército de seres humanos enjaulados como bestias salvajes. Aun así, el delito está creciendo.
La mente media es lenta en aceptar una verdad, pero cuando la más minuciosa y centralizada institución, mantenida mediante un excesivo gasto nacional, ha demostrado su completo fracaso social, incluso los más torpes deben comenzar a cuestionarse su derecho a existir. ¿Cuál es la causa que empuja a un vasto ejército de la familia humana a cometer un crimen, que prefiere la horrorosa vida tras las paredes de la prisión a la vida en el exterior? Ciertamente, la causa debe ser de fuerza mayor, que conduce a sus víctimas a un callejón sin salida, ya que hasta el más depravado ser humano ama la libertad.
Esta terrorífica fuerza está condicionada en nuestro cruel ordenamiento social y económico. Esto no significa que niegue los factores biológicos, fisiológicos o psicológicos en la realización de un crimen; pero casi no existen criminólogos competentes que no acepten que las influencias sociales y económicas son las más relevantes, los gérmenes venenosos del crimen. Aceptando incluso que existen tendencias criminales innatas, no es menos cierto que estas tendencias se ven enriquecidas por nuestro medio social. Cada sociedad tiene los delincuentes que se merece.
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Edgard Carpenter estima que las cinco sextas partes de los crímenes procesables consisten en alguna violación del derecho de propiedad; aunque ése es un porcentaje muy bajo. Una investigación completa demostraría que nueve de cada diez crímenes podrían vincularse, directa o indirectamente, con nuestras injusticias económicas y sociales, por nuestro implacable sistema de explotación y robo. No hay ningún criminal tan estúpido como para no reconocer este terrible hecho, aunque no lo pueda explicar.
Una colección de filosofía criminalista, la cual ha sido recopilada por Havelock Ellis, Cesare Lombroso y otros eminentes hombres, demuestra que el sentir del criminal es tan profundo que sólo es la sociedad quien lo conduce hacia el crimen. Un ladrón milanés le comentó a Lombroso: “Yo no robo, sólo tomo del rico lo superfluo; además, ¿no roban los abogados y los empresarios?”. Otro escribió: “Estoy prisionero por robar media docena de huevos. Los ministros, que roban millones, son honrados».
Un convicto educado, comentó: “Las leyes de la sociedad están estructuradas con el objetivo de asegurar la riqueza del mundo para el poder y la especulación, privando a la porción mayor de la humanidad de sus derechos y oportunidades. ¿Por qué ellos pueden castigarme por tomar, por medios similares a los de aquellos que han tomado más de lo que les correspondía?”. El mismo hombre añadió: “La religión roba el alma de su independencia; el patriotismo es un estúpido culto del mundo en donde el bienestar y la paz de sus habitantes son sacrificados por aquellos que se benefician de él, mientras las leyes de la tierra, refrenando los naturales deseos, mantienen una guerra contra el espíritu manifiesto de la ley de nuestros seres. Comparado con esto”, concluye, “robar es una actividad honorable”. Ciertamente, hay más verdad en este planteamiento filosófico que en todos los libros de leyes y de moralidad de la sociedad.
La noción de la libre decisión, la idea de que el hombre es en todo momento un agente libre para el bien y el mal; si elige esto último, se le debe hacer pagar su precio. Aunque esta teoría desde hace mucho tiempo ha sido desacreditada y arrojada a la basura, continúa siendo aplicada diariamente por toda la maquinaria gubernamental, convirtiéndolo en el más cruel y brutal atormentador de la vida humana. La única razón para su continuidad es la aún más cruel noción de que cuanto mayor sea el terror generado por el castigo, mayor es su efecto preventivo.
La sociedad emplea los métodos más drásticos al hacer frente a los infractores sociales. ¿Por qué no los disuaden? Aunque un hombre se supone que es inocente hasta que no se demuestra su culpabilidad, los instrumentos legales, la policía, mantienen un reino del terror, llevando a cabo arrestos indiscriminados, golpeando, apaleando e intimidando a las personas, empleando los métodos bárbaros. Aun así, los crímenes se multiplican rápidamente y la sociedad está pagando sus costes. Por otro lado, es un secreto a voces que, cuando el desafortunado ciudadano recibe la plena “clemencia” de la ley, y que por motivos de seguridad es recluido en el peor de los infiernos, su verdadero calvario comienza. Se le usurpan sus derechos como ser humano, degradado a un mero autómata sin decisión o sentimiento, dependiendo completamente de la misericordia de sus brutales guardianes, diariamente sufriendo un proceso de deshumanización, lo cual, comparado con la salvaje venganza, parecería un juego de niños.
Año tras año, las puertas de las infernales prisiones devuelven al mundo unos seres demacrados, deformados, sin voluntad, los náufragos de la humanidad, con la marca de Caín en sus frentes, sus esperanzas masacradas, todas sus inclinaciones naturales frustradas. Recibiendo sólo el hambre y la crueldad, estas víctimas rápidamente recaen en el crimen como única posibilidad de existencia. No suele ser una cosa inusual encontrarse con hombres y mujeres quienes han pasado la mitad de sus vidas –incluso casi toda su existencia– en la prisión. Conozco una mujer en Blackwell’s Island, quien había entrado y salido treinta y ocho veces; y a través de un amigo tuve conocimiento de un chico joven de diecisiete años, que había sido criado y cuidado en la penitenciaría de Pittsburg; nunca había conocido lo que significaba la libertad. Desde el reformatorio a la penitenciaría había sido el devenir de la vida del chico, hasta que, roto su cuerpo, murió víctima de la venganza social. Estas experiencias personales están apoyadas por los datos generalizados que demuestran de manera aplastante la profunda inutilidad de las prisiones como medios de disuasión o reforma.
Las personas bienintencionadas están trabajando en la actualidad en una nueva salida para la cuestión presidiaria, recuperándolo, volviendo a dar la posibilidad al prisionero para que se convierta en un ser humano. Aunque sea encomiable, me temo que es imposible esperar buenos resultados de echar buen vino en una botella mohosa. Nada más que una completa reconstrucción de la sociedad liberará a la humanidad del cáncer del crimen. Es lamentable que sea necesario que se tenga que reiterar el hecho de que el crimen es una cuestión de grados, que todos tenemos el germen del crimen en nosotros, más o menos, conforme a nuestros pensamientos, a nuestro medio físico y social; y que el individuo criminal sólo es un reflejo de las tendencias de conjunto.