En una columna para La Tercera, el periodista Daniel Matamala apuntó a los problemas estructurales que tiene Carabineros, que siguen anclados a las lógicas de la Dictadura, actuando como una fuerza de represión social antes que garante de la igualdad ante la ley.
Las imágenes son estremecedoras. Varios videos muestran cómo un carabinero empuja a un adolescente y lo hace caer al lecho del río Mapocho. El joven de 16 años queda tendido en el río hasta que algunos civiles, y luego bomberos, lo rescatan. “Quiero desmentirlo: por ningún motivo Carabineros arrojó al menor”, dijo el teniente coronel Rodrigo Soto. “Ya basta que personas digan cosas que Carabineros jamás ha cometido. Eso nos causa mucho dolor (…), aún hay sujetos que no sé con qué intención inventan situaciones en redes sociales”, agregó.
Después de todos los informes internacionales constatando violaciones contra los derechos humanos, este primer viernes de octubre sugiere que poco y nada ha cambiado. “Desde el retorno a la democracia, las Fuerzas Armadas y Carabineros se han mandado solos”, confesaba hace dos años el exministro del Interior José Miguel Insulza. Ni el fraude del Pacogate, ni el montaje del caso Huracán, ni el ocultamiento de evidencia tras el asesinato de Camilo Catrillanca, ni haber dejado ciegos a Gustavo Gatica y Fabiola Campillai…, nada es suficiente para reformar una fuerza policial que es incapaz de regenerarse por sí misma.
Seamos claros: la inmensa mayoría de los carabineros son personas honestas y bienintencionadas, que quieren trabajar en beneficio de la comunidad. Pero la institución ha degenerado a tal punto, que el ocultamiento de acciones delictivas se ha convertido en un instinto, un tic nervioso que hace a sus autoridades ocultar pruebas, negar hechos evidentes y acusar a otros por sus propias faltas. El Alto Mando de Carabineros, capturado por una lógica tribal, actúa como una institución autárquica en conflicto con parte de la civilidad, y no al servicio de esa misma sociedad. Y, por lo mismo, se da el lujo de dividir a Chile en amigos y enemigos: trabajadores de la salud o de los camiones; manifestantes del Apruebo o el Rechazo, son medidos con distintas varas cuando protestan en la vía pública o cometen alguna infracción.
Esta suerte de policía ideológica llega a extremos tragicómicos: mientras la revista Time proclama a LasTesis como una de las 100 personalidades del año en el mundo, Carabineros se querella contra sus integrantes. Y hace unas semanas, usaron sus focos para evitar la proyección lumínica de un símbolo mapuche en Plaza Italia, en una actividad patrocinada por un programa del Ministerio de las Culturas.
Cada vez que un funcionario es agredido, como en el criminal ataque con bombas mólotov contra dos carabineras en noviembre pasado, los videos policiales que muestran lo ocurrido son difundidos en cosa de minutos. Cuando esa evidencia, en cambio, les perjudica, es sistemáticamente ocultada o destruida. Las investigaciones de la fiscalía reciben dilaciones y obstáculos en vez de la colaboración de quienes deberían ser los primeros interesados en establecer la verdad y sacar las manzanas podridas de su cajón.
El gobierno tuvo siete meses de relativa calma, por la pandemia, para acometer la reforma de Carabineros y establecer mecanismos de control. En vez de hacerlo, se convirtió en su aval incondicional. Cuando Contraloría, cumpliendo sus atribuciones legales, investiga el eventual incumplimiento de protocolos en el uso de la fuerza, el ministro del Interior ataca al ente fiscalizador, diciendo que “no se puede debilitar la acción de Carabineros” y prejuzgando que “los cargos van a ser desvirtuados”. El gobierno del hortelano, no fiscaliza ni deja fiscalizar.
En junio, tres carabineros denunciaron, sin más evidencia que su testimonio, que se les había negado atención en el Hospital de Melipilla. De inmediato, el entonces ministro del Interior, Gonzalo Blumel, prejuzgó los hechos y acusó “una traición al juramento médico” y “un acto de discriminación inaceptable”. Tras el sumario, el fiscal administrativo desechó la denuncia. En vez de disculparse con los injustamente atacados, el actual ministro del Interior, Víctor Pérez, acusó de “superioridad moral” y “soberbia” a los representantes de los trabajadores de la salud.
Es inaceptable que el gobierno divida al país en amigos a los cuales se ocultan sus pecados, y enemigos a los que se condena antes de siquiera investigar. Más aún cuando se trata con esa doble vara a dos grupos de servidores públicos: carabineros y trabajadores de la salud. Tampoco es coherente que La Moneda dé plena credibilidad a los informes internacionales cuando tratan de Venezuela, pero los minimice o cuestione cuando esas mismas organizaciones denuncian abusos en Chile. “No he visto ninguna sentencia en esa dirección”, respondió esta semana el ministro del Interior ante las violaciones a los derechos humanos constatadas por organismos como Human Rights Watch o las Naciones Unidas.
Cuando cualquier persona, con o sin uniforme, dispara a otra un escopetazo en la cara, o lo empuja al lecho de un río, debe responder ante la justicia por su acción. Pero cuando lo hace abusando de las atribuciones legales y el armamento que nosotros le entregamos para protegernos, la reflexión es más profunda. ¿Por qué ese carabinero vio a un civil como su enemigo? ¿Qué señales recibió desde arriba para actuar de esa manera?
Tras 30 años de democracia, la jerarquía de Carabineros sigue anclada en las lógicas de la dictadura, actuando como una fuerza de represión social antes que como garante de la igualdad ante la ley. Nuestra sociedad merece una fuerza policial confiable, y miles de carabineros honestos merecen trabajar en una institución respetada por la comunidad a la que debería servir. ¿Cuántos abusos, cuántas mentiras, cuántos muertos más se necesitan?