La pregunta del millón es: ¿Qué vamos a hacer como sociedad para evitar que miles de secundarios se conviertan en delincuentes todos los años? La educación pública, lejos de lograr su objetivo, lo único que está logrando es hundir a los pocos estudiantes que quieren salir adelante son abrazar la delincuencia. Por más compleja que sea la salida a este problema, encontrar una solución debería ser una prioridad absoluta para todos. Parte del reportaje de La Tercera señala:
A pesar de haber tenido la oportunidad de hacer clases en otro lado, Paula (37), una joven profesora recién titulada, de 22 años, tenía un objetivo en mente: enseñar en un colegio público. Era 2007. “Estaba motivada con ayudar a los niños, a sacarlos adelante a través del estudio”, recuerda. Por eso, decidió trabajar en una escuela de la comuna de Macul. Cuando entró, sabía que iba a encontrar un entorno difícil, dice. Era una escuela rodeada por poblaciones de alta complejidad social, con alumnos vulnerables, de escasos recursos, ubicada en avenida Departamental, cercana al Estadio Monumental.
Para este reportaje se ocultó el nombre de los establecimientos y se alteraron el de profesores y alumnos, por motivos de seguridad. La realidad que encontró Paula, eso sí, fue mucho más dura de lo que imaginaba. -El ambiente dentro de las salas era como una típica película gringa: nadie te hace caso, nadie se calla, todos hacen lo que quieren. Una chica con las piernas abiertas encima del pololo dándose besos. Otros jugaban a la pelota. Hacer clases era imposible.
En ese colegio, Paula conoció a Fernando (61). Él llevaba años como profesor de Historia en la comuna que, de hecho, era la misma donde él creció. Por eso mismo, cuenta, ya conocía la realidad de la zona. Pero esto iba más allá. -Se veían cabros que se peleaban y se insultaban. Eran agresivos con uno también. Esa rabia venía de que en sus casas había disfuncionalidad. Se veía violencia doméstica y padres metidos en las drogas- explica el profesor.
De lo otro que se dio cuenta Paula era que había alumnos distintos y que se comportaban de una forma muy particular. Recuerda a uno en especial. Se llamaba Esteban. -Este niño se sentaba en la parte de atrás, sin mesa, sólo con silla. Piernas abiertas, recto, mirando todo sin hablar. Pero cuando él decía “ya, cállense”, todos lo hacían. Era el líder del curso, todos lo seguían. Cuando Paula preguntó a los profesores qué pasaba, le contaron la verdad: -La familia de este cabro era de una familia cotota de narcos. El papá era el típico señor respetado. Además, era benefactor: cuando se hacía algo en el colegio, él era el que ponía las lucas. Y todo el mundo, desde el director hacia abajo, sabían que venía de una familia narco que tenía muchos contactos.
Ahí, la docente se dio cuenta de algo: si quería lograr enseñarle al curso y poner orden, tenía que ganarse la confianza de Esteban. Lo otro que entendió de su curso, con el tiempo, fue que convivían dos realidades en una misma sala. -Todos venían de un entorno vulnerable, pero estaban los que querían tener más plata lo más rápido posible para comprar zapatillas y celulares, y por otro lado, estaban los que no robaban, pero que no tenían muchas esperanzas de salir de ahí. El concepto era así de polarizado: o tengo plata para comprarme la ropa que quiero, o no tengo plata y vivo en la pobreza extrema.
Entre las situaciones que lista como normalizadas, Paula recuerda varias. Dice que era normal, por ejemplo, ver a niños de segundo básico que acompañaban a sus hermanos mayores a robar. “Me lo llegaban a contar de una forma muy inocente: tía, mi hermano sacó tres celulares de una micro. Era algo asumido, pero dentro de un contexto infantil”. Otro día, le llegó un regalo: un alumno llegó y le pasó un celular robado. “Él no entendía que estaba mal. Él entendía que se lo había ganado con esfuerzo, porque empleó tiempo y trabajo en subirse a algunas micros hasta encontrar el celular y la víctima”.
Cuando fue a contarle al director, la respuesta la sorprendió: -Me dijo: “Así son nuestros alumnos”. Tampoco podíamos llamar al apoderado, porque el papá andaba robando también. En su curso, eso sí, dice que había unos cinco estudiantes que estaban interesados en seguir aprendiendo. Pero la norma era otra. – Yo les trataba de decir que, saliendo del colegio, podían sacar una carrera técnica y ponerse a trabajar. Me acuerdo que un día uno me respondió y me preguntó cuánto tiempo estudié. Le dije que cinco años. Me dijo: ¿Cinco años? ¿Y para ganar 800 lucas? Si esa plata me la gano en dos días vendiendo drogas.
Con el tiempo, Paula pudo conocer mejor a su alumno Esteban. “Él estaba muy dañado. Me contó que cuando tenía seis años allanaron su casa y se tuvo que meter un día entero a un escondite en el piso, antes de que lo sacaran. Cuando se acordaba de esa situación, le daba mucha pena”. Ella le respondió esa vez que si él quería, podía salir de eso estudiando. Pero Esteban respondió que no. -Me dijo: los que nacen dentro de una familia narco nacimos para esto. Aunque yo quiera, no puedo dejar esto.
Karina, una profesora de educación básica en un colegio público de Pedro Aguirre Cerda, cuenta que también puede ver cómo la cultura narco se metió en su sala. -Antes de la pandemia, recuerdo que se cuidaban más. Evitaban hablar de lo que hacían. Pero desde el 2020 que eso viene cambiando. Ahí las personalidades llegaron distintas. Ahora, ves familias llegando en autos increíbles. Al niño lo ves con buenas zapatillas y mochila. O las niñitas, que llegan con aros de oro, con plata en sus manos. Ahí te das cuenta que es otra forma de vida.
Fernando vio eso en la Santa Julia, historias de familias destruidas por la violencia y las drogas. -Ellos mismos te van contando que sus familias son narco. Yo tenía un estudiante que todos los viernes faltaba a clases porque iba a Colina 1 a ver a su hermano preso. La mamá sólo tenía hijos narco y le quedaba uno libre solamente, que era ese alumno. Ella decía que lo quería salvar, y ese niño quería salir de esa realidad. Pero el entorno a veces es más fuerte. Otros, dice el profesor, tomaban un camino más allá: terminaron trabajando en bandas de traficantes.
-Nosotros teníamos cabros que decían que eran soldados. Nos contaban. Era normal. En medio de la clase empezaban a jactarse. “Qué me hace estudiar tanto, profe”, me decían. ¿Para qué voy a sacar la media? Si me pagan 200 lucas por vender droga un fin de semana. Y son 800 mil pesos para un niño de octavo básico. Fernando señala que el narco está completamente normalizado en su comunidad. Lo evidencian las animitas que rodean su lugar de trabajo, que recuerdan a los caídos en enfrentamientos. Tanto es así, que él ya sabe la razón por la que muchos de sus alumnos, a pesar de dedicarse a delinquir, siguen yendo a clases. -Van a clases porque saben que el Sename los puede agarrar. Entonces, teniendo matrícula, justificaban que el sistema no los agarre.
El ejemplo que más marcó a Fernando fue el de Marcelo: un muchacho que en quinto básico fue a probarse a Colo Colo. Quedó seleccionado para seguir yendo a entrenar. -Ese cabro era súper talentoso. Pero su mamá era traficante. Una vez me mostró una foto de él posando en el estadio Santiago Bernabéu. El club lo había llevado a una gira por Europa. Pero cuando volvía acá a la población, se metía en las mismas mierdas.
Marcelo, en sexto básico, recibió varias advertencias. Tenía que retomar sus estudios o iba a perder su oportunidad como futbolista. Pero el niño decidió no tomarla. -Él decía que sabía que tenía que cambiar, que lo iba a hacer. Pero en séptimo terminó perdiéndose. Lo que pasa es que la población absorbe. La raíz, la identidad, los amigos, no sé qué cresta. Nunca más lo vi. Las hermanas chicas tampoco llegaron a octavo. Hace poco andaba botado por ahí, traficando. Ni él ni sus hermanas terminaron el colegio.
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